Érase un migrante



Se viaja no para buscar el destino sino para huir de donde se parte.

Miguel de Unamuno

Érase una vez un trabajador pobre; muy pobre; que apenas tenía suficientes recursos para alimentar y vestir cómodamente a su familia. Tuvo casi una decena de hijos, quienes a su vez trajeron al mundo una prole similar. Así sucesivamente, pero cada generación estaba más empobrecida y era más ambiciosa. Cada vez quedaban menos salidas. Cada vez se percibían menos oportunidades de mantenerse económicamente. Sin embargo, no todo era decepción: muchos parientes y conocidos habían escapado de la ruina, de la preocupación por sobrevivir; ahora moraban en un paraíso rebosante de comida, de ropa, de coches, de comodidades, de futuro. De modo que un joven valiente, descendiente de aquel trabajador pobre, se aventuró en busca de la tierra que emana leche y miel.

El trayecto a la tierra prometida era caro y arriesgado, pero tan idílico paraíso lo merecía. Así que convenció a sus familiares para que aportasen todos sus ahorros, ya se lo devolvería; lo urgente era costearse el viaje. La travesía duró un sinfín de eternos meses, supuso un suplicio casi insoportable malviviendo en condiciones extremas y con la amenaza del fracaso y la muerte acechando en todo momento. Finalmente llegó a su destino, tuvo más suerte que muchos de sus compañeros que vieron su sueño fatalmente truncado. En un principio una explosión de orgullo y alegría hinchió su molido cuerpo, por un instante el triunfo borró de su mente el sufrimiento y el dolor, sentía que ya nada le detendría, era un conquistador a punto de recoger su premio.

Sin embargo, esa sensación de poder se desvaneció tan rápidamente que apenas pudo disfrutarla. Como un jarro de agua helada, la realidad le despertó de su ensoñación. Se topó con la riqueza que buscaba, pero pronto descubrió que no era para él, que se había coronado de laureles precipitadamente: su lucha solo había empezado. No halló hospitalidad, ni amigos, ni muestras de reconocimiento por su hazaña, ni anfitriones correctos, ni nada de lo que habría deseado; sino todo lo contrario: le despreciaban, era un paria, incluso tenía que huir de la policía por el hecho de existir. Vagaba solo por las calles con la frustración a cuestas, sin encontrar un lugar para él, nadie le entendía y él tampoco comprendía nada, no conocía a nadie. La impotencia asfixió la esperanza. Y así pasaron días, semanas y meses; hasta que paulatinamente fue conociendo gente, ganando amigos, aprendiendo el idioma y a ganarse el pan.

La vida parecía más suave cada mañana. En poco se parecía ya al ignorante chaval, sin nada en la vida más que ilusiones, que se creyó invencible en una ocasión. Había conseguido un trabajo más o menos estable que le permitía ayudar a su familia desde la distancia, alquilar un piso (compartido) y comprarse pequeños lujos como una televisión de plasma. Ya no era perseguido por la Ley, se había ganado unos papeles que le concedían el derecho a trabajar. Incluso se casó con una compatriota y ambos esperan un vástago. Pero sin duda, lo que mayor gozo le produjo fue cuando hace dos veranos, durante las vacaciones, regresó al hogar de su infancia para presentar a su esposa: el pueblo le recibió como un héroe, repartió regalos para alardear de su prosperidad, las mujeres le adularon y los hombres le admiraron.

De nuevo se sentó en su escalón seguro de que ya no retrocedería jamás. Pero cuando más relajado estaba llegó la crisis para indicarle su peldaño en la sociedad. Poco le valieron los años de esfuerzo y sumisión a la empresa cuando su jefe le entregó la carta de despido. Ni al descubrir que, habiendo trabajado lo mismo que el resto, su cotización resultaba irrisoria en comparación. Nadie le contrataba. Las amistades se evaporaron. Incluso el Gobiernole invitaba a marcharse. Comprendió entonces que pese a los años de bonanza e integración, siempre sería un extranjero. Pero ahora era distinto, tenía una mujer y un hijo a punto de nacer a su cargo. Cobró su último subsidio por desempleo el mes pasado. No le queda nada y la incertidumbre aumenta por minutos. Se aflige por todo el sacrificio en vano. Ha rebrotado en su interior la impotencia.

A todos esos luchadores anónimos descendientes de un trabajador muy pobre. Porque peores situaciones habéis superado para llegar hasta aquí, no os rindáis ahora. No os dejéis convencer por charlatanes oportunistas, sois dueños de vuestros derechos, igual que cualquier otro. Lo habéis conseguido todo con sangre y sudor. Resistid, porque sabéis que nadie merece tanto una oportunidad como vosotros.

PD: Tengamos en cuenta que las cifras no son fieles porque muchas personas quedan fuera de las estadísticas por carecer de un documento y otras muchas viven de la economía sumergida.


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