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El fascismo y sus similares administran certeramente una fuerza negativa, una fuerza que no es suya -la debilidad de los demás-. Por esta razón son movimientos esencialmente transitorios, lo cual no quiere decir que duren poco.

José Ortega y Gasset

El desarrollo de la humanidad es un gigantesco tren, en el que viajamos todos, que se dirige hacia donde nadie quiere ir, pero del que tampoco nadie quiere apearse. Para hacernos un croquis del convoy estudiamos y analizamos la historia y creemos que con eso podemos controlar la locomotora. Empleamos la razón constantemente para elaborar y demoler teorías. Supuestamente esto nos ayuda a proyectar la especie en el tiempo, nuestro objetivo primario, que la vía no se corte. Constituye una manera simple de no repetir errores, de conocernos y comprendernos mejor, de facilitarnos el trayecto.

Tenemos consciencia de que el destino, sea cual sea, será el mismo para todos puesto que inevitablemente nos transportamos juntos, y deseamos que nos resulte lo más cómodo posible. Sin embargo, unos cuantos pasajeros (bastantes más de los que creemos) van colgados del freno de emergencia. Y así avanzamos, a trompicones, con acelerones y frenazos, tambaleándonos en nuestro asiento, en danza permanente con la inercia.

Los espaldarazos no parecen nunca suficientemente fuertes como para molestarnos: “ya lo solucionarán y proseguiremos la marcha”, pensamos mientras continuamos sentados y mirando por la ventanilla. Si acaso algún curioso gira el cuello para ver qué sucede y lo comenta morbosamente con el resto. Pero el tiempo transcurre y seguimos igual, arrancando y parando, esperando a que alguien actúe, que venga el revisor y expulse a los fastidiosos que nos detienen constantemente. Y, como no llega nadie, persisten asidos al freno.

¡Ojalá existiesen dos trenes! Uno para ellos, que permaneciese parado, y otro para el resto.


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