Fuga entre dos aguas



El hombre tiene que establecer un final para la guerra. Si no, la guerra establecerá un final para la humanidad.

John Kennedy

Sólo durante la semana pasada murieron 250 personas en Iraq, entre ellas cuatro soldados yanquis, víctimas de ataques de la insurgencia. Esta es la paz con la que los norteamericanos abandonan el país, o al menos las principales ciudades, después de más de seis años de invasión. Era una de las promesas electorales de Obama, y los iraquíes lo celebran tímidamente bautizando el día como la fiesta de la soberanía. Pero, ¿la soberanía de quién? Porque quien dispuso la incursión y quien ha decidido zanjar el tema han sido los electores norteamericanos, muchos incapaces de identificar Iraq en el mapa…

De acuerdo que la guerra no debió empezarse siquiera puesto que la ONU no la aprobó, que los embustes que la fundamentaron se han desplomado ante el primer suspiro, que la aventura ha supuesto pérdidas incalculables en todos los sentidos y que quienes la preconizaron ya no gobiernan. Fue un despropósito, sí, pero la herida ya está abierta y Estados Unidos, por mucho que se haya cambiado el sombrero, no puede eludir ahora su responsabilidad señalando a la administración anterior. Quien rompe paga, y para eso se necesitan más tropas; ahora ya no vale aquello de la libre autodeterminación porque significa cargarle el muerto (miles de ellos) a quien no tiene culpa ni capacidad.

EEUU irrumpió en Iraq de manera abusiva y narcotizado por los vapores del petróleo. Con complicaciones, pero lograron imponerse. Desnudaron el Estado completamente y montaron uno nuevo envenenados por el encono. Limpiaron las instituciones públicas de afiliados a Baaz (el partido de Sadam): depusieron, desde la base hasta la cúspide, a la gente que conocía las estructuras del Estado. ¿Nadie pensó que en una dictadura, incluso para enseñar en un colegio, se requiere un carné del grupo regente? Un planteamiento desacertado para construir un país, se enemistaron con quienes mejor ayuda habrían proporcionado y los empujaron a la insurgencia. Lo que quedó del pastel se repartió entre kurdos y chiíes (antes discriminados) afines a las multinacionales occidentales.

Así se quedó la situación, con un tanque yanqui por batuta, en una especie de guerra afónica que destronó a Bush y sus socios (¡Ay, Ansar!). Les reemplazaron nuevos líderes que ondeaban una bandera blanca tejida con votos y que precipitadamente desampararon el conflicto. “Que se las apañen, fue mi rival quien apoyó la contienda”. Además, se ha comprobado que la bicoca iraquí no convence a las empresas: siquiera pujan por el petróleo. Y pretenden que una endeble columna de novatos impotentes soporte en solitario la conflagración de una nación arruinada, a medio hacer, en pleno diluvio de balas, con luchas étnicas y religiosas, con el terrorismo al acecho, con problemas vecinales, con mal abastecimiento, etc. ¿Qué pasará cuando transcurran años y la zona siga inestable? ¿Y cuando empeore el asunto? ¿Quién lo controlará entonces?


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