Extremaunción



“Padre; perdónalos, porque no saben lo que hacen”

Cristo antes de morir (Lc. 23,34)

Si algo tiene la muerte de bueno es que perdona todos los pecados del fallecido. Y así ha ocurrido con Michael Jackson, que hasta hace tres días aparecía en los medios como una caricatura andante y, sin embargo, ahora no cesan los homenajes. Repentinamente a todo el mundo le gusta la música de Jackson y lamenta enormemente su pérdida. Del tajo de la guadaña no brota sangre sino laureles. Nos habíamos erigido en jueces y condenamos a Jackson a cadena perpetua por los asuntos turbios que rodearon su vida. Pero ya ha cumplido su pena así que podemos volver a admirarle…

¡Qué hipócritas somos! Predicamos respeto por la Ley, defendemos el estado de derecho hasta la saciedad y reclamamos tolerancia e igualdad. Siempre y cuando no haya fama o dinero cerca, claro: producen una especie de reacción anafiláctica que nubla nuestros principios. Daba igual que Jackson hubiese sido absuelto de todas las acusaciones por el ordenamiento jurídico estadounidense, o declarado tutor único de sus tres hijos, que para el mundo era un genio repleto de excentricidades, un bicho raro que además poseía dinero y fama. Y eso, en esta sociedad de los estándares supone una falta imperdonable; somos demasiado morbosos para tolerarlo.

Así que un par de escándalos bastaron para eclipsar todo lo bueno que había hecho. Omitimos ese párrafo en su biografía que narra su filantropía: a lo largo de su vida donó 300 millones de dólares a la caridad (¡aparece en el Guiness de los récords por ello!); desde pequeño regalaba dulces con sus escasas ganancias; fundó USA for Africa, que recaudó otros tantos millones para dicho continente; incluso ha estado nominado en dos ocasiones para el Nobel de la Paz. Sin embargo, no se le recordará por todos esos méritos.

Su pasión por la infancia quedó transformada en perversión. Rápido olvidamos que Neverland fue un parque de atracciones paradisíaco siempre abierto a niños a niños enfermos, huérfanos, etc… A quienes además solía invitar a sus conciertos. También su lucha por la igualdad viró a los ojos de los medios en una especie de traición a la raza negra por su cambio de color: nadie quiso enterarse de la enfermedad degenerativa de su piel, vitíligo, que le provocaba manchas blancas en su piel, especialmente cuando se exponía al sol (de ahí la máscara, los guantes y la sombrilla); así que, cuando la mayoría de su piel carecía de pigmentación se operó para, al menos, ser monocromo.

Para el resto de mortales, Michael Jackson no era más que un loco, una estrella más malograda por el lujo. Por todos admirado y conocido, pero que no importaba a casi nadie. Estaba indefenso, así que la prensa de todo el mundo hizo negocio de él: el espectáculo andante en que le habían convertido supuso un cáncer. Siempre fuimos indiferentes a sus esfuerzos por combatir esa imagen que le devoraba. Pero al final, el artista halló la medicina que le sanó: un analgésico llamado Demerol.


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